viernes, 7 de febrero de 2014

Juana Azurduy, la guerrillera olvidada

 
Juana Azurduy, la guerrillera olvidada
 
 
 
Cerca de trescientos años, o tres siglos de coloniaje pasaron, desde que Francisco Pizarro y Diego de Almagro en 1532, irrumpieron en el antiguo Tahuantinsuyo incaico en Cajamarca imponiendo el sistema de vida de la España europea y feudal, hasta la aparición de los primeros brotes de rebelión armada en busca de la autonomía.

El Kollasuyu, una de las grandes provincias del imperio Inca, fue incorporado al dominio de los conquistadores en 1535, a pesar de que los indios del Cuzco -en su afán de alejar a los monstruos blancos- habíanle informado a Diego de Almagro que, situado a muchísimas jornadas al Sur, encontraría una región más rica en metales preciosos que el Perú. Pero Almagro, antes de partir a la “Conquista de Chili”, tenía irremediablemente ya, bajo su dominio, a la vasta región de Kollasuyu o Collao, como después lo llamaron los colonizadores: conquista que se materializó
dos años más tarde
al mando de Francisco Pizarro, el furioso español que derrota a los indios Charcas en Chuquichaka, precisamente en el mismo lugar que, pasado un año, se funda la primera ciudad española con el nombre de Chuquisaca, o también ciudad de los Charcas, y asimismo La Plata, cuando se hacia referencia al asiento religioso de la Arquidiócesis que luego fijó su sede en esa ciudad.
Diez años después, en 1545, el descubrimiento de las riquísimas minas del Sumaj Orko, nombre que fue sustituido totalmente por el de Potosí, determinó la formación de esa ciudad en vista de la urgente necesidad de sistematizar la explotación y de controlar el gran volumen poblacional que allí se conformó por ese motivo. Luego de tres años, se funda la ciudad de Nuestra Señora de La Paz en pleno escenario altiplánico, creando un estado intermediario de dominación entre el Cuzco y Chuquisaca. Y así siguieron todas las demás fundaciones de las ciudades del Collao o Alto Perú, como comenzó a llamársele posteriormente a esa región de la antigua tierra incaica.

La conquista de los españoles, es bien sabido por todos, fue un brutal y monstruoso acto de pillaje, saqueo, de abusos sin medida, desangramientos, destrucción y aniquilamiento atroz; y que, no sólo dejó devastada a esta gran comarca del "Nuevo Mundo" durante los primeros años de conquista, sino que, su impositiva presencia trajo consigo tres siglos de desolación y de fuertes depresiones -tanto económicas como políticas y psicológicas-, dejándolas sumidas en la más profunda decadencia -vista desde toda perspectiva-, y con un firme y constante impedimento de llevar a cabo de modo natural, el crecimiento y avance progresivo hacia su propio descubrimiento de identidad, por ejemplo, de capacidades, de posibilidades, virtudes y defectos tanto, de las distintas sociedades como de los territorios que la conformaban.

El régimen español uso a las colonias de las Indias para enriquecerse sin tomar en cuenta que la estaba aniquilando. Sostuvo y protegió un sistema económico conveniente a sus intereses durante todo su gobierno. Como comenta Alipio Valencia Vega en el libro Manuel Padilla y Juana Azurduy: “…los españoles fuertemente imbuidos de la doctrina económica mercantilista que dominaba a Europa en esos tiempos, impulsaron extraordinariamente las explotaciones mineras, particularmente de oro y plata en el Alto Perú. No hubo, por tanto, un impulso de las colonias españolas hacia un sistema económico superior que, atenuando el feudalismo, fuese afirmando las condiciones conducentes al capitalismo mercantilista. Y esta situación persistió durante los tres siglos de coloniaje.

Frente al cambio profundo de sistema económico -del feudalismo al capitalismo-, que se produjo en las otras naciones europeas: Inglaterra, Francia y Países Bajos principalmente, España se estancó en el feudalismo, manteniendo en ese retraso a sus colonias de América durante los tres siglo de su dominación” (1981:12).
Las consecuencias de este sistema comercial fueron atroces y mantuvo al “Nuevo Mundo”, como comentáramos, en el mayor atraso, no sólo dentro del ámbito económico, sino también en los campos sociales, políticos y culturales durante todo ese tiempo. Sumándose, además, la incapacidad española por superar sus propias dificultades, conflictos y desigualdades internas que terminaban reproduciéndolas en las colonias hispanoamericanas de la peor manera.

A comienzos del siglo XIX se empieza a sentir una incomodidad generalizada. El Alto Perú, para ese momento, se hallaba económicamente en una gran ruina: “…con una agricultura medioeval inferior y de poquísimo rendimiento, a pesar del trabajo de las masas de servidumbre indígena; sin industrias y con una artesanía raquítica; con las antiguas minas en total decadencia y con un comercio que languidecía por su impotencia” (1981:15).

Una multitud de criollos (españoles nacidos en las Indias); mestizos (americanos nacidos de la unión de españoles e indias); e indios, enterrados en una total humillación política y en un nivel de ignorancia general, comenzaron a plantearse la posibilidad de salir de esa situación y deslastrarse de la esclavización, del maltrato y el estancamiento por tantos años sufrido. Pero el miedo a perder el poder alcanzado y a la disolución de su “imperio”, hizo que las autoridades españolas buscaran, por todos los medios, impedir la acción libertaria que demandaban los nativos.
Bajo este inquieto panorama comienzan a surgir focos rebeldes con aspiraciones de alcanzar la independencia y la libertad. No obstante, un poco antes, los indios ya habían emprendido grandes sublevaciones entre los años 1780 y 1783 sin resultados favorables, por supuesto.

El convencimiento de que los hispanoamericanos, los criollos y los mestizos eran tan o más capaces que los españoles europeos o blancos para conducir el gobierno y la administración, se sentía latente entre la población colonial. La idea no era una búsqueda de independencia absoluta, sino más bien el control de su propio territorio: una autonomía leal al rey de ultramar siempre. “Esta aspiración se generalizó en todo el criollaje y mestizaje de la América Española a comienzos del siglo XIX y adquirió un contenido eminentemente popular” (1981:28).

Faltando 26 años para la llegada de ese nuevo siglo, el 18 de septiembre de 1774, nace en la hacienda “Chiripina”, (próximo al pueblo de Moromoro, en el límite con el partido de Chayanta en la provincia de Potosí), el que sería uno de los más grandes representantes de la lucha por la independencia de aquellas tierras: el imponente y aguerrido Manuel Ascencio Padilla, hijo del español Melchor Padilla y de su esposa, doña Eufemia Gallardo.

Desde muy pequeño simpatizó con la causa patriota, tomando en cuenta que, fue testigo presencial del brutal aplacamiento que se le propinó –por parte de los realistas- a las sublevaciones indígenas de 1780, y sobre todo, a la del “…infortunado don Gabriel Tupaj Amaru, el que quería libertad a su raza del yugo cruento de la mita[1] y del tributo, que la ponía en condiciones de una situación insoportable” (1981:33). Estas sublevaciones se dieron lugar, precisamente, en el partido de Chayanta, donde la familia Padilla, por la cercanía espacial, tenía negocios y estrechas relaciones con los indios. Desde entonces, germinó en el espíritu aún infante de Manuel Padilla, la idea de libertad y de justicia que más tarde desarrollaría y aplicaría para alcanzar su fin.

Más arriba, cerca de la Chiripina, pero en la jurisdicción del pueblo de Toroca, en las cabeceras del Río Chico, poseía sus tierras un criollo al que llamaban Matías Azurduy. Casado con doña Eulalia Bermúdez tuvieron en 1778 un hijo llamado Blas, quien muere prematuramente y, dos años más tarde, en las cercanías de la ciudad de Chuquisaca, nace su segundo hijo, mujer esta vez, a la que le pusieron Juana. La ciudad de Chuquisaca era una de las más importantes urbes de la América española. Pertenecía al Virreinato del Río de La Plata desde 1776, igual que el resto del Alto Perú, y en ella residían las instituciones matrices del reinado: la Universidad de San Francisco Xavier, la Audiencia Real y el Arzobispado. La niña nace entonces un 12 de julio de 1780 en vísperas del nuevo siglo insurrecto, ese en el que ella depositaría, vigorosamente, todas sus fuerzas, sus ansias y su voluntad para alcanzar el bienestar y la paz que su pueblo y su familia merecían.

 Francisco Madero Marenc

Su madre era una “chola” de Chuquisaca que al casase con don Matías Azurduy, ascendió socialmente pudiendo disfrutar de una desahogada situación económica, puesto que el padre de doña Juana era hombre de bienes y propiedades. Esto lo comentamos porque Chuquisaca, era una ciudad socialmente estratificada: desde la aristocracia blanca que podía alardear de antepasados nobles venidos desde la Península Ibérica hasta los cholos miserables que mendigaban por las empinadas calles empedradas o mal subsistían del "pongueaje"[2] en las avaricientas casas señoriales. Entre estas dos posiciones estaban los sacerdotes, togados[3] y concesionarios de mitas y yaconazgos[4] enriquecidos fabulosamente con las cercanas minas de Potosí, a pesar de que sus vetas de plata habían ido agotándose con la explotación irracional que devoró miles y miles de vidas indígenas.

"Juana heredaría de su madre las cualidades de la mujer chuquisaqueña: el hondo cariño a la tierra, la apasionada defensa de su casa y de los suyos, la viva imaginación rayana en lo artístico, la honradez y el espíritu de sacrificio. La conjunción de sangres en ella fue enriquecedora, pues llevaba la sabiduría de los incas y la pasión dé los aventureros españoles (...) También tuvo mucho de las herencias españolas por línea paterna, porque fue mujer de ambición y de sentido de grandeza, capaz de casi todo en la persecución de sus ideales" (1994:Cap.I).

La familia Azurduy era propietaria de fértiles tierras por lo que se dedicaba más a la vida campesina que a la urbana. Es así que pronto deciden mudarse a las cabeceras del Río Chico para encargarse de las siembras y de los productos de la hacienda. Juana crece dentro de un ambiente de trabajo rural en el que participaba de lleno ayudando a sus padres en faenas de duras jornadas desarrollando de esta manera un particular temple y un espíritu varonil. Se dice que, en vista de la perdida de su primer hijo varón, Matías Azurduy probablemente transfirió a Juana las características reales o idealizadas del pequeño varón considerado una irreparable pérdida ya que, es de imaginar, que en una sociedad conservadora como la chuquisaqueña, tanto don Matías como doña Eulalia hubiesen deseado fervientemente la llegada de otro varón para que perpetuase el apellido estimablemente noble, y para que, posteriormente, sustituyera al padre en la administración de las propiedades familiares. Un mujer no era considerada sino para dedicarse al claustro monacal o al yugo hogareño.

Contando Juana unos cinco años, la familia regresa a Chuquisaca para que la pequeña comenzara a estudiar. Allí nace su hermanita Rosalía, a la que ella cuida con recelo, como una madre. Para entonces, ya Juana comenzaba a asomar las primeras pinceladas de su inusual carácter, pues, en las clases de Doctrina Cristiana que llevaban las niñas, prefería, por sobre los santos misericordiosos, pasivos y condolidos, a los que se presentaban guerreros y combatientes como San Luis el Cruzado, Santa Juana de Arco o San Ignacio de Loyola.
Convento Santa Teresa, Potosí, Bolivia
Siendo aún niña, a los siete años, su madre fallece sin poder ella enterarse de la razón de la muerte. Esta vez si tuvo que cuidar a su pequeña hermana con responsabilidad maternal, y fue llamada por su padre para que lo ayudase en las labores de la finca en Toroca. A los años su padre es asesinado, al parecer por un poderoso aristócrata peninsular que por su posición social pudo evadir todo escarmiento. Esto deja a las niñas todavía muy jóvenes en dolorida orfandad. Y fue su tía, doña Petrona Azurduy y su esposo Francisco Díaz Valle, quienes se hicieron "cargo" de las dos huérfanas más por ambición de administrar las propiedades que habían heredado que por un sincero deseo de protegerlas afectivamente. Dándose cuenta enseguida que la irreverente Juana tenía un carácter fuerte, con un espíritu libre e incontrolable, pretendieron someterla, obligándola a acatar las disposiciones de sus tíos despóticos, anticuados y poco afectivos. Los encontronazos, sobre todo con doña Petrona, fueron muchos y Juana no se resignó a que su condición de mujer fuese replegada a cumplir un papel de debilidad ante las retrógradas convenciones chuquisaqueñas del siglo XVIII.

Por eso motivos, aconsejada por sus conductores espirituales, especialmente por su confesor, doña Petrona logra internarla en el Convento de Santa Teresa de Chuquisaca, probablemente con la intención de que Juana abandonase esa furia endiablada y esas miserias que pertenecían al mundo material, para convertirse en fiel servidora de Dios. La niña aceptó sin mucho obstáculo ya que veía en ello la posibilidad de desembarazarse del agobio de sus tutores.

Pero la joven no demostró, durante los años que se mantuvo en el recinto conventual, ningún dote especial ni tendencia religiosa que advirtiera su “vocación” sagrada al claustro. Estaba más bien firmemente dispuesta a pagar cualquier precio con tal de eludir el papel que la vetusta sociedad altoperuana reservaba a las mujeres. La vida contemplativa la exasperaba. Acostumbrada como estaba a cabalgar estrepitosamente en la llanura, montarse en los árboles o zambullirse en las aguas torrentosas del río, pronto generó una incompatibilidad de caracteres relacionados con la madre superiora quien decidió, irrevocablemente, su expulsión del Monasterio de Santa Teresa; el imponente edificio construido por el arzobispo Fray Gaspar de Villarroel en 1665, ubicado entre las vertientes del Churuquella en Sica-Sica.

A los 17 años retorna a su casa. Allí fue recibida por su hermana Rosalía y sus tíos quienes pronto se dieron cuenta que Juana no había “amansado” su carácter y que, por ende, sería muy difícil la convivencia con la chica. Es así que doña Petrona y don Francisco convinieron que viviría en las fincas de su padre don Matías colaborando en su manejo, ya que a su tío le estaba resultando difícil administrarlas: la vejez se había abalanzado cruelmente sobre él con achaques e invalideces. Allí en Toroca, en las cabeceras de Río Chico, se entrega al trabajo de esas tierras y encuentra su verdadera “vocación”. El contacto con la naturaleza, el recuerdo de su niñez, los duros trabajos agrícolas para los que había nacido, hicieron que la joven permaneciera en esos dominios por muchos años. Hablando en el quechua aprendido de su madre y aprendiendo el aymara; recorriendo al galope las vastas extensiones, tal como su padre tan bien le había enseñado; compartiendo la mesa y las fiestas con cholos e indios, fue ganándose poco a poco la simpatía y el respeto de los “peones”, que allí laboraban.

Compenetrándose con los infortunios de aquellas gentes, que más que al destino se debían a las insensibilidades de los poderosos; asistiendo impotente a ceremonias de muertes provocadas por el hambre y la intemperie, constatando con rabia que a los veinte años los mineros eran ya ancianos con sus pulmones estragados por el socavón[5], va consolidando en su interior lo que sería su compromiso en la lucha contra la pobreza, la injusticia y la arbitrariedad ejercida contra quienes más sufrían la dominación colonial: los criollos, cholos e indios.

Pero pronto la soledad se apodera de Juana. Y sus necesidades pasionales no tardan en hacerse presentes. (Se comenta que Juana fue una mujer de instintos sexuales significativos, que ocuparon un lugar predominante en su vida; su apasionada relación con don Manuel Padilla no fue sólo en la lucha libertaria sino también en el frenesí amoroso.) Es así que pronto conoce a la familia Padilla cuya hacienda se hallaba muy cerca de sus tierras, y empieza a frecuentar a su vecina doña Eufemia Gallardo. Se hacen muy amigas y se entablan buenas relaciones con los padres Padilla y sus hijos, Pedro y Manuel Ascencio. Este último queda prendado de Juana, de su fortaleza y tenacidad. Y aunque Juana es escéptica en cuanto a su posibilidad de encontrar un hombre a su medida, ya que éste debería ser no sólo guapo y físicamente fuerte, sino poseer también una personalidad suficientemente sólida como para no ser avasallado por ella. Sin embargo, Manuel reunía todo lo que ella esperaba en un hombre, y queda impresionada por él. Sus encuentros comienzan a ser más frecuentes. Más de dos años duró el noviazgo, tiempo en el que pudieron darse cuenta de que, indudablemente, compartían una misma aversión a las crueldades españolas y a su régimen colonial; a la petulancia de los señoritos “criollos” de la capital y al enorme desprecio que se manifestaba hacia los altoperuanos criollos y mestizos por parte de los españoles, considerándolos bárbaros e inferiores. Los valores de justicia, de igualdad y de libertad hacen que su relación se estreche al punto de que, en 1805, Juana y Manuel llegan al umbral del matrimonio.
Ya casados, la pareja sigue en el campo entregado a las tareas agrarias y a la atención paternal de los indios que trabajaban esas tierras. Al principio la vida en común de los Padilla-Azurduy quizás no difirió demasiado de la de otros matrimonios criollos de buena posición económica y social. En 1806 nace el primer hijo al que llaman Manuel como el padre, luego vino Mariano y muy de cerca las dos niñas, Juliana y Mercedes. Juana Azurduy siempre demostró un hondo sentimiento maternal y se preocupaba de que sus hijos crecieran sanos y fuertes, convencida de que una de sus misiones principales sería la de evitar que a ellos les sucediese lo mismo que ella tuvo que sufrir cuando sus padres desaparecieron prematuramente y que tuviesen, además, que vivir bajo el régimen colonial, arbitrario e irracional, en el que actualmente trataban de sobrevivir. Manuel Ascencio, por su parte, cumple con las “obligaciones” masculinas de asegurar la manutención familiar. Su ambición lo lleva a postularse para un cargo en el gobierno de la ciudad de Chuquisaca, pero por ser criollo es postergado. Solamente quienes poseen linaje español pueden llegar a las más altas posiciones.

No obstante, ya para ese entonces las cosas no estaban muy tranquilas en Chuquisaca, la cual era una ciudad profundamente dividida por estratificaciones sociales, como mencionamos. Entre la intolerante aristocracia blanca y lo más ruin y despreciable: los indios y cholos, existían muchas posiciones sociales con "derechos" y probabilidades muy disimiles, añadiéndose también a eso, la desigualdad en la contribución de impuestos que pagaban unos y otros, y muchas otras disparidades. Esto era fuente de irritación entre la población; en realidad las diferencias eran abismales. Y ni hablar de los atropellos y abusos que debían sufrir quienes ocupaban los más bajos estratos de la sociedad.

Mientras tanto, llegaban los rumores de que en América del Norte sus habitantes habían logrado independizarse de una potencia más poderosa que España, y que se habían procurado un país y un gobierno propio. Manuel Ascencio contaba a Juana aquello que sus amigos universitarios le contaban a él: que en el mundo se estaban agitando vientos de cambio; que el rey de Francia había sido guillotinado por quienes deseaban imponer principios de igualdad, libertad y fraternidad; que a Chuquisaca habían llegado libros como la Enciclopedia y las obras de Rousseau, que empezaban a despertar entusiasmo entre los jóvenes universitarios.

Ya en el asiento de la Real Audiencia de Charcas muchos ingredientes se estaban caldeando. La presencia del arequipeño José Manuel Goyeneche, quien pretendía tener acceso a la regencia de las colonias españolas de América, fue un foco de disturbio. Manuel Padilla se había trasladado, en 1809 a la cuidad de Chuquisaca con la intención de involucrarse en la guerrilla independentista que ya, para esos tiempos, estaba formada y difuminándose como polvo por toda la comarca.

Ocurrió así su primera participación. Eso fue en la sublevación del 25 de mayo de 1809 en la que utilizó todas sus influencias con los indios para impedir una avanzada realista, embargándoles víveres y forrajes. -¡Estos víveres no deben alimentar a quien nos oprime sino a quienes lo necesitan! Decia Padilla. Ese episodio marcó y encaminó su carrera revolucionaria así como lo hizo posteriormente con Juana Azurduy de Padilla. Las cosas estaban cambiando. Exactamente un año después, el 25 de mayo de 1810, ocurrió la revolución de Buenos Aires, luego el 10 de noviembre de ese mismo año en Potosí, fueron degollados el presidente del la Real Audiencia de ese entonces, mariscal Vicente Nieto y varios generales realistas,
librándose en el entretanto
, muchas otras pequeñas batallas. El nombre de Manuel Padilla comienza a hacerse sentir y las autoridades realistas a perseguir al guerrillero. Su condición de fugitivo se hace patente y así su forma de vida durante todos esos años de lucha. A pesar de que los Padilla pertenecían a familias de cierto abolengo y contaban con una buena posición económica, siendo además Manuel Ascencio dependiente de la Real Audiencia, igualmente recayó sobre ellos la venganza realista, la que no descansaría hasta ver lograda su meta: la prisión, el destierro o la muerte.

El guerrillero se une a las tropas rioplatenses y acude a todos los focos revolucionarios que se sucedían en la región del Alto Perú. “En realidad, el año de 1812 es la fecha de surgimiento de las primeras guerrillas patriotas del Alto Perú, para combatir a la dominación y a las fuerzas realistas. Las guerrillas nacieron de entraña netamente popular; fueron criollos empobrecidos y mestizos generalmente artesanos, quienes las nutrieron vigorosamente…” (1981:41). Las guerrillas eran una organización sin medios ni recursos, principalmente económicos, para formar ejércitos regulares, sin instrucción profesional, armamentos específicos ni estrategia académica militar. Según se explica en el “Diario del Tambor Mayor Vargas” publicado por Gunnar Mendoza, la guerrilla es “una organismo colectivo nacido del pueblo mismo, formado espontáneamente por criollos, pobres y mestizos “cholos”, la mayor parte artesanos sin perspectivas de trabajo regularmente remunerado que, procedentes de las aldeas, villas y ciudades altoperuanas, se fueron reuniendo en partidas reducidas de una veintena, medio centenar, hasta cien hombres, con sus ropas particulares y sin uniformes, armados con trabucos, escopetas, arcabuces, fusiles de chispa, pistolones, cuchillos, dagas, machetes, lanzas de carrizo o bambú fuerte que llevaban un “chuzo” o instrumento punzante sólidamente atado en la punta, unos a pie –infantes obligados-, y otros, los que poseían caballos propios, jinetes –haciendo la caballería-“ (1981:42). En estos grupos informales no entraban los indios, aunque fueron aceptados como aliados delegándoles tareas auxiliares importantes y decisivas como transportistas, espías, protectores, encubridores de las guerrillas. Ellos, mediante el pututus[5] y fogatas de cerro a cerro, fungían como un importante sistema de comunicación burlando, sorprendiendo y emboscando a los ejércitos realistas. Así, las guerrillas se extendieron por todo el territorio altoperuano, como única manera popular de enfrentar a un dominador poderoso y arrogante.


Mientras se sacudía la comarca entera, Juana se hallaba “inquieta” en Chuquisaca, e inmersa en los cuidados maternales. En la soledad de la finca de Río Chico, todavía amamantando a la pequeña Mercedes, Juana Azurduy desmenuza las últimas dudas. No era doña Juana persona de esperar y someterse a las circunstancias. Su decisión cobra forma y vigor incontenible cuando, luego de uno de los desastres patriotas sigue, inevitablemente, otra vez, la revancha. Y otra vez la guerra, pero esta vez a muerte. Esta vez aún más cruel. Las propiedades de los Padilla son confiscadas, así como también todos sus animales y el grano cosechado. Doña Juana, que nada sabe aún de su esposo, se refugia en un primer momento en la ciudad, pero prontamente es delatada, apresada y confinada con sus hijos en una hacienda muy protegida y permanentemente vigilada por los godos, quienes así confían en apresar a Manuel Ascencio, ya que se sabía el amor por su esposa e hijos.

A pesar de la estratégica coartada realista, Manuel Padilla logra penetrar el recinto amurallado y una noche consigue rescatarlos en tres caballos. En uno de ellos monta a doña Juana con Juliana, en el otro a Manuelito y Mariano que entonces tenían cinco y cuatro años, y en el tercero Manuel llevó en brazos a la pequeña Mercedes. El ahora guerrillero Padilla los traslada a un refugio seguro en el campo, en las alturas de Tarabuco, inaccesible para quienes no fueran baqueanos de la zona y parte nuevamente a la batalla. El pueblo de Quilaquila y la cuesta de Chataquila fueron usados como los centros de campaña de su guerrilla y, para ese momento, ya su cabeza tenía precio. En las conversaciones que precedieron a la decisión de incorporarse a la rebelión de Chuquisaca, Juana y Manuel Ascencio se comprometieron a que sus amados cuatro hijos no sufrieran las consecuencias de una toma de partido tan riesgosa. Quizás entonces, ingenuamente, no podían imaginar que la persecución de los godos iba a ser tan encarnizada, y que Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes iban a sufrir estoicamente la vida de guerrilleros, siempre huyendo, refugiándose en las sombras, acosados por el frío y por el hambre, expuestos a las enfermedades de las alturas y de los pantanos. Dícese que nunca se oyó ni una sola queja y ni un solo reproche de esos labios infantiles.

Desde que ocurrieron esos sucesos quería Juana incorporarse a lucha al lado de su marido, pero este se negó terminantemente. No obstante, "consciente de que la hora de combatir le llegaría tarde o temprano, porque su deseo así lo auguraba, Juana ordenaba a sus ayudantes que le fabricaran muñecos de paja con los que practicaba, atacándolos con alguna espada que su esposo había abandonado por mellada e inservible, o los atravesaba con una lanza de larga vara que aprendió a sujetar con fuerza en su sobaco, (...) [taloneando su cabalgadura como su padre le había enseñado hacía ya muchos años]: jamás olvidaría que había sido debajo de un olmo amarillento apretando los ijares con la punta de los pies hacia dentro, como queriendo juntarlos, para que la mula o el caballo saliesen como si el diablo los llevase"
(1994:Cap.III)
. También aprendió muy bien a tirar las boleadoras, practicando con las cabras que a cada momento caían con sus patas arremolinadas.
Con sus brazos cada vez más fuertes, y su espalada más ligera, Juana ya sabía que estaba lista para el combate. Las noticias que mientras tanto le llegaban a Juana de Manuel Ascencio eran espaciadas y contradictorias. A veces le anunciaban colosales victorias y otras le aseguraban que había sido muerto por los godos.

Entre tanto, dos batallas había peleado Padilla junto al ríoplatense General Manuel Belgrano, siendo herido en el brazo y en el torso. Así, cuando en 1813 el general Belgrano ocupa Potosí, da permiso a Padilla para retirarse a su casa a curarse. Se encuentra con doña Juana después de casi un año; con su más ferviente amor quien lo esperaba como siempre. Manuel le narra todos los acontecimientos sucedidos y ella escucha ansiosa y efervescente. El cuento de las mujeres cochabambinas –quienes, en ausencia de sus esposos e hijos enrolados en la guerrilla, deciden tomar las armas por cuenta propia para defender su hogar y su honor- la conmueve especialmente. Tal fue la fama de esas heroicas mujeres que el general Belgrano impresionado, escribió estas palabras fechadas el 4 de agosto de 1812:

-"¡Gloria a las cochabambinas que se han demostrado con un entusiasmo tan digno de que pase a la memoria de las generaciones venideras!".

Al tiempo, Belgrano vuelve a solicitar los servicios de Padilla, pero no para incorporarse al ejercito patriota, sino para cumplir servicios auxiliares importantes de transporte e información a los rioplatenses. Ante la reincidente salida de su esposo, Juana no soporta quedarse más tiempo sin participar y formar parte de lo que también era su sueño. Es así que toma a sus cuatro hijos y los deja en La Laguna, al cuidado de sus parientes cercanos Matías Azurduy y su esposa Gregoria Cuba. Su condición física era excelente, apta para los hechos guerreros y era, además, excelente jinete. Su temple y fortaleza hacían de Juana una mujer hecha para la lucha armada; así que salió en busca de su compañero, al que encuentra en su campamento.

Al presentarse frente al él discutieron fuertemente. Manuel Padilla le exigió volver con sus hijos, pero ella mantuvo firme su decisión. Nada le haría cambiar de parecer, pues “era decisión irrevocable suya, formar a u lado en la guerrilla y pelear contra los odiados “tabla-casacas” y “chapetones” [como denominaban burlonamente a los soldados de la infantería realista por la rigidez de sus faldones y su corbatín de cuero, que les daba una apariencia de muñecos de madera], para crear una patria libre en la que sus hijos pudieran ser felices, o vivir por lo menos satisfechos” (1981:46). Desde ese instante Juana Azurduy se convirtió en una irrebatible guerrillera, más brava e impetuosa que muchos hombres que allí estaban. Acostumbrada a mandar hombres, aquellos trabajadores de la tierra, ahora guerrilleros o montoneros, conformó rápidamente un cuartel con la invaluable ayuda de Juan Huallparrimachi, al que se decía era mestizo, hijo natural de Francisco de Paula y Sanz, quien había gobernado Potosí al servicio del rey de España durante varios años, y de la princesa María, descendiente directa del Inca Huáscar, a quien, el arrogante español, luego de mantenerla amancebada durante un cierto tiempo, la abandona más tarde en la miseria y la depresión que la llevaron a una muerte prematura.

Los esposos Padilla se presentaron ante el general Belgrano y de inmediato se estableció entre ellos un nexo de simpatía, respeto y comprensión. Belgrano supo apreciar que tenía ante él dos colaboradores de mucho valor y así lo manifestó en los informes que enviaba a Buenos Aires. Pronto los puso en acción.

Doña Juana, enardecida, recorre las tierras de Tarabuco convocando voluntarios para unirse a la lucha por la independencia y por la libertad. Según nos cuenta Pacho O´Donell, su presencia en los ayllus[6] era tan imponente, erguida sobre su potro apenas domado, haciendo entrechocar su sable contra la montura de plata potosina, metida en una chaquetilla militar que lucía con elegancia varonil que la embellecía como mujer, tan absolutamente convencida de aquello que llegó a reunir a 10.000 soldados, cumpliendo eficazmente la instrucciones de Belgrano de reclutar voluntarios, alistarlos y unirse a las tropas que pronto chocarían contra las fuerzas realistas.

-"Es la Pachamama -susurraban los indios, ilusionados de que si la seguían les sucederían cosas buenas" (1994:Cap. V).

El hecho de que Juana fuera mujer, y tal estirpe de mujer, decidía a muchos hombres a unirse a la lucha y, lo que era más notorio, también lo hacían no pocas mujeres, anticipando lo que sería aquel imponente cuerpo de amazonas que debería ocupar mejor lugar en nuestra Historia. Juana Azurduy representaba a la madre tierra, a los dominios que les habían sido arrebatados por los conquistadores, trabajándola y sudandola sin recibir más que sufrimientos y muertes prematuras. La mística alrededor de la figura de la esposa de Manuel Ascencio Padilla continuaba creciendo en vastas regiones del Alto Perú, adquiriendo características sobrenaturales. Fortalecida su identificación con la Pachamama, el austero Bartolomé Mitre en su Historia de Belgrano dice: "doña Juana era adorada por los naturales, como la imagen de la Virgen".


El 14 de noviembre de 1813 se enfrentaron realistas y patriotas en los campos de Ayohuma bajo el mando del general Belgrano. Allí participaron los esposos Padilla-Azurduy, y, aunque perdieron la lucha, en la retirada es cuando Juana y su esposo demostraron coraje y sangre fría. Doña Juana al frente de sus guerrilleros, salvó de la muerte a innumerables patriotas, y, desde ese memorable momento, la fama de la amazona Azurduy alcanzó toda la comarca. En campaña solía llevar un pantalón blanco de corte mameluco, chaquetilla roja o azul, adornada con franjas doradas y una gorra militar con pluma azul-celeste y blanca, los colores de la bandera del general Belgrano, (que posteriormente fueron los colores utilizados de la bandera libertaria de aquellas tierras), quien le había obsequiado su espada predilecta -en cierta ocasión en que presenció su bizarría y arrojo-, prenda que doña Juana lucía con gran estima.

Para esas fechas los esposos Padilla-Azurduy se instalan en La Laguna, y Juana manda a Hualparrimachi a traer a sus hijos. El joven cholo cumple una vez más, impecablemente, la instrucción recibida a pesar de los riesgos que debe sortear en el camino hasta el lugar elegido, que de allí en adelante sería escondrijo y hogar. En los momentos de tregua los esposos ven crecer a sus hijos. Manuel siempre estaba encaramado en algún árbol, demostrándose a sí mismo y a los demás que nada le era imposible; y si alguna rama se partía y lo arrojaba sobre el suelo nunca permitía que su rostro expresase el más mínimo dolor. A Mariano le gustaba jugar con amazonas y soldados, y todos lo hallaban dueño de un encanto muy seductor. Cuando se proponía algo, lo lograba a través de un hábil manejo de las situaciones, y era capaz de imponer su voluntad sin que el otro se diese cuenta. Juliana, a diferencia de Mariano que era el más blanco, mostraba la tez cobriza por su ascendencia indígena. Imitaba en todo a su madre y, a pesar de sus tres añitos, ya conseguía mantenerse sobre la culata de un caballo lanzado al galope. En cuanto a Mercedes, apenas mantenía aun el equilibro yendo de los brazos de Hualparrimachi a los de alguna chola sonriente, en incesantes idas y vueltas. A su padre le gustaba arrojarla al aire con sus fuertes brazos y recogerla entre las risas de su hija menor, confiada, en que ese ser amado jamás permitiría que nada malo le sucediese.

En esos mismos días, mientras los rioplatenses organizaban su retirada, Manuel Padilla hizo lo suyo uniéndose a Zárate, comandante guerrillero también del Alto Perú, y juntos atacaron a los realistas en Tapala. Pero fueron apresados en Pomabamba y juzgados por un consejo de guerra condenándolos a morir al siguiente día. Pero Zárate logró escapar y cuando Padilla iba ya a ser fusilado, entra doña Juana con su lugarteniente Huallparrimachi, profiriendo fuertes gritos y disparando sus arcabuces. Minutos después llegaron Zárate y sus guerrilleros, tomando finalmente prisioneros a los realistas. Lo que Juana jamás pudo entender, es que el grueso de las tropas realistas estuviese compuesta por americanos altoperuanos como ella. No sólo la soldadesca sino también muchos de sus oficiales. El mismo coronel Francisco Javier de Aguilera, el despiadado, quien años más tarde enlutaría trágicamente su vida, era nacido en Santa Cruz de la Sierra.

A pesar de las dificultades y de los negros momentos, Manuel Ascencio y Juana no vacilan en continuar la lucha. Y no se trataba de que habían llegado a un punto de imposible retorno, sino de que los jefes realistas eran lo suficientemente inteligentes como para alternar una feroz represión con los intentos de soborno a las principales figuras rebeldes.
Es así como Goyeneche hace llegar a Manuel Ascencio una propuesta a través de su lugarteniente, el coronel Díaz de Letona, quien le ofrece todo tipo de garantías y de honores, un cargo bien remunerado y también una importante suma de dinero para que abandone la lucha.

-Qué chapetones éstos, me ofrecen mejor empleo ahora que me porto mal que antes cuando me portaba bien. -Doña Juana no vacila un segundo. Y su esposo tampoco. Ambos redactan una ejemplar nota de respuesta:

"Con mis armas haré que dejen el intento, convirtiéndolos en cenizas, y que sobre la propuesta de dinero y otros intereses, sólo deben hacerse a los infames que pelean por su esclavitud no a los que defienden su dulce libertad como yo lo hago a sangre y fuego ".

Lamentablemente, no todas estas clases de propuestas fueron rechazadas. Y a los esposos padilla, tiempo después, afecta especialmente estas deslealtades.

Victorias y fracasos prosiguieron para la guerrilla; y tanto Padilla como Juana crecen en influencia en toda la región geográfica. No obstante, una vista panorámica de la situación bélica, muestra mejor espectada la posición de los realistas. Las continuas derrotas de Belgrano provoca que los cuatro niños Padilla Azurduy tengan que seguir a sus padres en un interminable éxodo en busca de escondites, sufriendo privaciones y dificultades que sus padres y Hualparrimachi trataban de disimular prestándoles toda la atención que les era posible, jugando y enseñándoles. Sin embargo, el intensificado acoso obligaba a los guerrilleros a moverse con mayor precaución, en terrenos cada vez más dificultosos y con inestables condiciones climáticas. Esto producía más deterioro en los niños Padilla. A Manuelito ya no le era fácil trepar a las alturas y la fatiga lo obligaba a detenerse para recobrar el aliento. A Mariano se lo notaba más apagado; ya no se entrometía en todo y con todos, y su euforia se había transformado en un ensimismamiento preocupante. También las niñas alegaban con frecuencia no tener fuerzas para seguir caminando e insistían con frecuencia que se las llevase en brazos. Los cuatro chicos se notaban muy delgados, pálidos y débiles. Y las condiciones por la que estaban pasando no les era de mucha ayuda, resultándoles a veces imposible conseguir alimento durante varios días.
En un momento, los esposos Padilla deciden que sus demacrados hijos ya no tenían las condiciones de continuar a su lado, por lo que resuelven dividirse. De esta manera, ella queda escondida con sus hijos en el valle de Segura, acompañada de algunos guerrilleros, mientras él se dirige hacia los dominios del caudillo Vicente Umaña, para convencerlo de unir fuerzas. Por su parte Juan Hualparrimachi iría con Manuel Ascencio y Juana queda prácticamente sola con sus hijos.

Pasaron pocos días cuando Juana siente que vientos trágicos comienzan a soplar. Se entera primero de que su esposo Manuel ha sido derrotado en las cercanías de Pomabamba por las fuerzas realistas, y que éstas, entraron en la ciudad, castigándola por haber sido solidaria con las fuerzas patriotas. La saquearon, incendiaron y cometieron todo tipo de represalias contra sus habitantes. A Juana se le sacude el cuerpo; teme por la suerte de Manuel, pero confía en su sagacidad que, una vez más, le habrá permitido burlar a la muerte.
Un mal presentimiento se apodera de doña Juana y decide internarse en los pantanos del valle de Segura, de aguas verdosas e apestadas de insectos y toda clase de alimañas. Resultaba ya claro que su refugio dejaría de ser invulnerable más temprano que tarde, y además, nunca faltaría un delator en pos de su beneficio personal. Esa era la única alternativa que sentía era viable, pero era tan inhóspito el lugar, que la mayoría de los guerrilleros comprometidos a su cuidado desertan para buscar zonas más sanas.

La Azurduy, seguramente, pudo sentir en ese momento la cruda desesperacion que su condición femenina le imponía, ligada a su instinto maternal para proteger a sus criaturas que no podían valerse por sí mismas, prácticamente desamparada a merced de los más terribles enemigos, aquellos contra los que ella no sabía combatir: los zancudos infestados, los chipos, ofidios y animales ponzoñosos, pulgas y toda clase de parásitos. Tuvo que soportar, estoica, la más terrible de las tragedias humanas.

Acompañada sólo por dos o tres de sus más leales, lamentando la partida de Hualparrimachi con su esposo, Juana intentó salir de la selva, arriesgándose a ser delatada, o muerta, tan sólo por sacar de ese escalofriante averno a sus hijos, y poder así encontrar algo de abrigo y alimento en algún rancho vecino.
Pero ya el sino estaba dispuesto. Manuelito, su hijo mayor, a pesar de ser el más robusto y el más fuerte, pasa a ser víctima de violentas fiebres que anunciaban la malaria, y va empeorando hora tras hora ante el angustioso nerviosismo de la madre. La batalla de Manuelito contra su enfermedad fue tremenda. Pocos días antes de su muerte, cuando Juana lo desviste para ponerle paños fríos y acariciar su piel, descubre horrorizada lo consumido que se hallaba el niño, enflaquecido y desecho, sin haber ella escuchado una sola queja del pequeño, en esa vida de privaciones a que la lucha guerrillera los sometía. La mujer, inmensamente desconsolada, abraza ese cuerpito deshilachado, sabiendo que se le escapaba segundo a segundo sin poder hacer nada. Por fin murió Manuelito, sin cerrar los ojos, con su mirada fija en los ojos de doña Juana.

“El aullido de esa madre debe de haber sido descomunal. Se mentaba que más pareció el alarido de un animal salvaje, herido, rabioso”. (1994: Cap.XI)

Pero no hubo mucho tiempo para lamentos, pues el dolor no terminaría allí. Ahora el turno era de Mariano. El que más físicamente se parecía a la madre también agonizaba. Se impone lo inevitable y a los días fallece el pequeño, y ya Juana, catatónica del dolor, cava dos pequeñas y rudimentarias fosas para sus hijos muertos y velozmente confecciona con dos ramitas una sencilla cruz para el montículo de tierra que albergaba a esos dos seres tan amados que la perseguirían con su recuerdo hasta sus últimos días. Un mal presagio la saca obligadamente de ese estado: el indio que debía llevar a Mercedes y a Juliana a un refugio más seguro no había regresado.

Doña Juana ya, completamente sola, parte de inmediato presurosa en la dirección que presuntamente había tomado el indio encomendado a sus hijas, pero de repente se halla perdida, y se queda vagando por la selva durante varios días, tropezándose con los arbustos, arañándose con los espinos, empolvándose en cada una de las caídas, hasta que de pronto, descubre a lo lejos un rancho en cuya puerta hay un tabla-casaca de custodia.

Parada tras unos arbustos y pensando en su próxima estrategia, un ruido a sus espaldas la hizo girar violentamente, dispuesta a jugarse la vida por las pequeñas que, sabe cristo dónde estarían y bajo que condiciones. Fue en ese instante que vio el rostro de su marido y el de Juan Hualparrimachi quienes, al verla ellos desgreñada, ensangrentada, y con el dolor dibujado en su rostro, supieron que algo aterrador había sucedido.

Cuando Juana relató los fallecimientos de los niños, su esposo estalló en una irracional crisis de furor, increpándola violentamente y culpándola de no haber sido capaz de cuidar a sus hijos como cualquier madre lo hubiese hecho.

Destrozada del dolor, Juana comprendía la furia de Manuel Ascencio. La razón más importante de sus luchas había muerto, y con ella, un pedazo de sí mismos. Aparentemente se cuenta que fueron muchas las veces en que luego Manuel Ascencio se disculpó ante Juana por su injustificado arrebato. Aún muchos meses después lo seguía haciendo. Pero sus reproches internos también la perseguían, tratando de encontrar, inútilmente, mecanismos paliativos para justificar el sacrificio al que habían sido sometidos esos niños que, en realidad, no habían elegido esa clase de vida, sino que les había sido impuesta por la decisión de sus padres.

Ahora les quedaba sólo la misión de rescatar a las dos niñas capturadas. Así que, Juan Hualparrimachi, Manuel Ascencio y Juana, arremetieron con fiereza sobre el rancho custodiado, casi sin armas y a puño limpio, hiriendo y matando a todos los realistas presentes, sin importarles que se trataba, indudablemente, de una hábil trampa.

Mercedes y Juliana yacían con sus muñecas y tobillos atados fuertemente a los barrotes de una cama, y desde allí, presenciaron la crudeza de la muerte cuando es ejecutada con odio. Vieron cadáveres con el vientre abierto, tripas por doquier, mutilaciones o cabezas desgranadas; y aquello quedó desparramado por todo el recinto, dentro y fuera de la vivienda, en la que ríos de sangre manchaban de púrpura la efímera vida de las pequeñas. Y efímeras eran las niñas pues, cuando Los Padilla y Hualparrimachi logran rescatarlas, perciben espantados sus cuerpitos hirvientes y temblorosos. El paludismo también se había adueñado de ellas y, a pesar de que ahora eran tres los que intentaban salvarlas de la patética muerte, en vano fueron los desvelados esfuerzos ya que a las niñas, Juliana y Mercedes, la muerte estaba acariciándolas. A los días, las dos pequeñas dejan de existir.

Para 1814, se estaban gestando los embriones de las “republiquetas”, como forma de organización que adoptaría el país al independizarse de España. Estas republiquetas llegaron compactando a las guerrillas y montoneros apostadas por toda la región. Juana Azurduy y Manuel Padilla no podían ya zafarse de la bola de nieve que venía girando cada vez más inconmensurable, a pesar de la muerte de todos sus hijos. En realidad la muerte de los niños, provocó una reacción de estallido y furia mucho más intensa que la que venían sintiendo; ya no tenían la misma compasión ni clemencia. De esta manera, su lucha continuó más enardecida que nunca y dispuesta a resistir hasta el final.
Del 2 al 6 de agosto de 1814, se libró una sangrienta batalla en la que fueron los patriotas los vencedores, sin embargo, cuando éstos descansaban, un indio llamado Artamachi, seducido por ofrecimientos realistas, condujo la noche del 7 al ejercito español por un sendero secreto que atravesaba un barranco. En ese instante Manuel Ascencio no estaba allí, se encontraba recorriendo y ordenando otros puestos de su unidad. Pero Juan Hualparrimachi si, que, como siempre, se presentó para ayudar a doña Juana, quien, atacada por varios soldados enemigos, se defendía con una ferocidad tal, que “arrancaba gritos aterradores de su garganta”. (1994:XV). El combate seguía siendo muy desigual, pues, muchos de los guerrilleros se habían dispersado -como se había tácticamente aprendido, para más tarde reagruparse-, pero la Azurduy no había podido hacerlo, ya que era ella el objetivo fundamental de la operación sorpresa. Es así que los guerrilleros y montoneros fueron poco a poco emprendiendo la retirada y la Azurduy queda prácticamente sola. En esa acción, por su esfuerzo, su heroísmo y su audacia, Juana Azurduy fue ascendida al grado de Teniente Coronel desde el cuartel general de las Provincias Unidas.

Llamado por los ruidos de disparos y sables llega en ese momento Manuel Padilla con un grupo a su mando, y su mera presencia bastó para que los realistas se dieran a la fuga. “Pero antes una descarga de fusilería, que tenía como blanco a la futura teniente coronela del Ejército Argentino, encontró a su paso el pecho del joven cholo, quien cayó con su pecho destrozado sin alcanzar a proferir ni un gemido” (1994:XV). Y nuevamente a Juana le toca enfrentar la muerte de uno de sus seres más queridos, el guerrero “invencible” y a la vez sensible poeta Juan Hualparrimachi, por el que había desarrollado un amor indescifrable y por el que hasta entonces no había aceptado, que sentía un afecto entintado en sentimientos de amor. Con la cabeza del muchacho entre sus manos, Juana acariciaba su rostro cuyos ojos la observaban, y la seguirían observando siempre, más allá de su muerte, con ansias.

Tal vez como una retribución divina a los tantos sufrimientos que los Padilla-Azurduy tuvieron que padecer relacionados con la muerte, la vida le ofrece a Juana una nueva vida, que comienza vigorosamente a gestarse en su vientre.

Tal es así que
, poco después, en un enfrentamiento de Padilla contra los realistas en defensa de Santa Cruz, y en la que Juana tomó partida al mando de su escuadrón “Leales”, tuvo ésta
que abandonar la contienda debido a los dolores de parto que le sobrevenían y continuar su retirada. Fue alejada del combate por su esposo casi de forma obligada para que diera a luz a su pequeña hija Luisa. Juana, acompañada de indias parteras, se dirigió hacia las orillas de un río, donde, a pesar de la angustia que sentía pensando en la posible aparición de los tabla-casacas conducidos al lugar por el sonido de los cantos religiosos y medicinales que según costumbres indígenas aseguraban éxito en el parto, dio a luz. Ya con su hija recién nacida en brazos, Juana, escoltada por un delegado especial nombrado por Padilla, el sargento Romualdo Loayza y cuatro guerrilleros, marcharon rápidamente hacia el vado de Río Grande, pero la ambición pudo más que la fidelidad y estos hombres, comprados por las promesas mercantiles de los realistas, intentaron deshacerse de la Coronela Azurduy, aprovechándose de que sostenía en brazos a su hijita y de su “supuesta” fragilidad.

Siempre con sus sentidos alertas, doña Juana no se deja sorprender, y sosteniendo siempre con una mano a la criatura, asestó con la otra un sablazo mortal que derriba al sargento Loayza cayendo en el río, cuyo cadáver y mula fueron arrastrados por la corriente. Volvióse hacia los otros guerrilleros indios y les gritó un sermón en quechua, “..paralizándolos, impresionados por la ferocidad que irradiaban esos ojos que volvían a parecerse a los de la Pachamama. Sobrecogidos, sin poder reaccionar a pesar de los gritos de Loayza, observaron como la mujer apretó el bulto de vida contra su pecho y espoleando salvajemente su cabalgadura la obligó a zambullirse desde gran altura en las aguas revueltas del río. Luego de una bravía lucha contra la corriente, el noble animal consiguió llegar a la otra orilla, poniendo a salvo a su jinete y a su preciosa carga”. Al rato llegó el destacamento de Padilla, y Juana pudo por fin descansar. Fue en esa oportunidad que “Los esposos Padilla resolvieron entonces, de común acuerdo, que la pequeña (…) no podía acoplarse a una vida que ya se había cobrado nada menos que cuatro hijos, y decidieron ponerla bajo la custodia de una india, doña Anastasia Mamani, en quien confiaban ciegamente y que llevó a cabo su tarea con dedicación y lealtad” (1994:Cap. XVII). Sin embargo, la dolorosa separación se llevó mucho más tiempo del que Juana hubiera deseado, y es quizá, por este motivo, que la relación entre ambas fue menos cariñosa de lo que ellas hubiesen querido.

Ese mismo año de 1814, Chuquisaca es abandonada por los realistas vencidos pero a “salvo” de las furiosas tropas regulares e irregulares de las filas patriotas. Y Juana Azurduy junto a su esposo, vivieron muy probablemente la experiencia más gratificante que hubiesen podido vivir en todos los años de lucha armada y desarmada. Los esposos triunfantes ingresan por fin en su ciudad natal, entrando por su calle principal “al lento y elegante paso de sus cabalgaduras, enjaezadas con plata y cuero, mientras los chuquisaqueños, algunos sinceros y otros adulones, los vitoreaban y arrojaban flores a su paso” (1994:Cap.XI). Detrás de ellos, perfectamente formados, venían las tropas de Juana, los “Leales” y las de Padilla, los “Húsares”. Pudieron, por un buen tiempo, disfrutar de una tensa calma los guerrilleros patriotas. Pero más tarde, reponiéndose completamente luego de dos años de “retiro”, la amazona Azurduy retoma las armas y lucha en la batalla ocurrida el 9 de febrero de 1816, atacando nuevamente a una Chuquisaca tomada por los servidores del rey. El resultado fue victorioso para los republicanos, y la lucha de las republiquetas continuó muy activa, venciendo y perdiendo en toda la región del Alto Perú durante todo ese año. Sin embargo, la guerra se prolongaba y los guerrilleros altoperuanos no tenían -ni lo llegaron a tener-, el apoyo de las tropas bajeñas (llamadas así a las del Río de la Plata), puesto que las consecuentes derrotas, no sólo habían ocasionado fuertes bajas, sino también un deterioro armamentista y mental. Esto fomentaba la deserción entre las filas insurgentes, la traición y la intriga. Por ejemplo, el guerrillero Mariano Ovando, quien había pertenecido a las partidas rebeldes y que conocía muy bien las costumbres y las tácticas de los Padilla, se pasó al bando contrario y enseñó al coronel Aguilera (el arequipeño rudo y audaz, del que se decía no conocía el miedo), la senda para llegar a La Laguna mucho más rápido que Manuel Ascencio, adelantándose así a las huestes altoperuanas para propinarles una sangrienta sorpresa.
Así es que el 13 de septiembre de 1816, “las tropas realistas aguantaron firmemente el ataque patriota y luego avanzaron a viva fuerza, envolviendo al enemigo y entablando una injuriosa lucha cuerpo a cuerpo que duró varias horas, al cabo de las cuales, los guerrilleros se vieron obligados a retirarse en desorden. Al día siguiente, Padilla entró al Villar con las fuerzas que le quedaban y acamparon en el santuario, -el lugar predeterminado para el encuentro-, y esperó a que se le fueran uniendo los que vagaban dispersos por la zona” (1994:XIII). Allí se encontraba Juana, quien se había quedado a cargo de velar por una pieza de artillería y algunas municiones junto a unos pocos guerrilleros. Pero al día siguiente, el 14 de septiembre, la suerte dibujó su reverso. Nadie imaginaba la tenacidad y el sigilo con que se movía el coronel Aguilera, y para colmo de males, el cansancio habíase apoderado ya de las tropas rebeldes, quienes, perdiendo éstas la capacidad de prudencia, que era, en realidad, la única garantía de supervivencia que se tenía en esa guerra tan despiadada, hallábanse aturdidas, y abandonadas a la inercia. Es entonces cuando, repentino, irrumpe Aguilera entre una nube de pólvora y metralla, causando estrepitosamente una turba desorganizada que trata de huir despavorida en cualquier dirección. El que no lograba escapar era asesinado con una furia desmedida. El odio que Aguilera había desarrollado por los Padilla no tenía cálculo, pero doña Juana estaba allá, luchando en primera fila. Recibe un balazo en la pierna y luego otro en el pecho, pero inmutable, continúa aguantando el dolor y el desangre para no desanimar a sus compañeros. Asimismo estaba Manuel Padilla. Leamos algo de la descripción de Joaquín Gantier sobre aquel momento:

"Deshechas las columnas libertadoras, cundió el desorden en el campamento y no se dejó esperar el desastre. Minutos después los ‘Leales’ y todos huían sin escuchar la imponente voz de su caudillo, ni las amonestaciones de la heroína que aún luchaba a brazo partido"

"Solos ya los esposos Padilla, fueron los últimos en abandonar el teatro póstumo de sus heroicas hazañas. Padilla, seguido del padre Mariano Polanco y una mujer que acompañaba a doña Juana, que iba en último término, se alejaban precipitadamente, pero tarde... Un grupo de caballería a cuya cabeza se precipitaba Aguilera estaba apunto de apresar a doña Juana, lo cual notando el valeroso y ejemplar esposo tornó bridas para salvar a su amada compañera, descargó sus pistolas logrando derribar a uno de los oficiales, entretanto, ganaba distancia doña Juana.
"Mas, había llegado el término de las fatigas para el óptimo espíritu del valeroso guerrillero que trabajó e hizo más resistencia que los grandes ejércitos contra las fuerzas coloniales y pasase al reposo de la inmortalidad.

"Cargando con el arrojo del que mide el peligro y hace abnegación de su vida, sable en mano se lanzó contra sus enemigos, pero pronto una bala hirió de muerte al indomable caudillo que desplomado cayó para dar reposo a su fatigado organismo y la ascensión triunfal a su generosa alma". (1994:Cap.XIV)


De esta manera cae al suelo entonces don Manuel Ascencio Padilla, y descargando sobre él todo su furia contenida, decapitó Aguilera allí mismo al guerrillero con su filoso sable. Acto seguido, agarró la cabeza con las manos llenas de sangre y levantando por los pelos el trofeo humano, lo exhibe a toda la tropa realista quienes, emocionados, lanzan al unísono gritos de victoria. Sin perder más que minutos, con el mismo sable, corta también la cabeza de quien iba a su lado, una mujer quien presumió era doña Juana, pero que en realidad era su lugarteniente, una mujer que llevaba años a su lado acompañándola y luchando aguerridamente.

Aguilera satisfecho por su hazaña, y a sabiendas del júbilo que aquello provocaría en Lima, clava ambos cuellos en el extremo de largas picas que son exhibidas en la plaza del Villar para escarmiento y amedrentamiento de todo aquel que osase enfrentarse a los servidores del rey y a su política.
Mientras tanto Juana Azurduy habíase ya adelantado unas cuantas leguas. Y a pesar de la distancia le llegó la noticia de su marido muerto. Antes le habían llegado centenares de ellas, pero esta vez presintió la veracidad del mensaje. Quiso volver a rescatar el cuerpo de su esposo, pero las heridas le habían hecho perder mucha sangre, se hallaba débil e indecisa, y los pocos hombres que la acompañaban la convencieron de que no lo hiciera. Continuaron la fuga hacia el valle de Segura, aquel que le traía tantos nefastos recuerdos. Ahora se había transformado en la nueva jefa de las fuerzas guerrilleras, y lo que más le importaba en esos momentos, era poner a salvo a su pequeña hija Luisa y la caja donde los Padilla-Azurduy guardaban sus papeles, entre ellos, su nombramiento de Teniente Coronela por el general Belgrano.

La guerra no daba tregua, pero doña Juana pronto convocó a todos a una asamblea general para designar quien sería el sustituto de Padilla. Vestida de negro presidió la reunión, y entre acaloradas discusiones no llegaban a ponerse de acuerdo. Los que nombraron como posibles sucesores se excusaron advirtiendo su deseo de que fuese la propia Juana quien ocupase ese grado. Pero ella creía firmemente que el nuevo jefe debía ser igualmente un hombre, y se inclina por Jacinto Cueto, y como segundo, hacia don Esteban Fernández. Así se cierra el Consejo, y posterior a la muerte del gran caudillo patriota los tiempos se tornaron confusos y turbios para la causa rebelde. Obviamente, esta decisión no es muy bien recibida por muchos respetados caudillos que se consideraban con más derecho que otros a ocupar el puesto del líder guerrillero más famoso de las comarcas sureñas. Además el tesoro de los Padilla, muy bien custodiado por Juana, despertaba la ambición y la avaricia de muchos “leales”. Las filas altoperuanas en consecuencia se dividen, y la Azurduy no se hallaba en muy buenas condiciones. En realidad se la veía abatida, y una poderosa obsesión ocupaba su mente y su vida en ese momento: recuperar la cabeza de su esposo clavada hacía ya semanas en una estaca en la plaza del Villar, dentro del pueblo de La Laguna.

Consiguió Juana reunir 100 hombres con la ayuda de su ayudante indio Caipé, más una partida de diez amazonas dispuestas a vengar la muerte del guerrillero. Doña Juana siente que no es suficiente, así que solicita a Esteban Fernández y a Agustín Ravelo que le presten sus servicios. Salieron así pos de ese anhelo y en el camino, iban uniéndoseles cantidad de indios y cholos deseosos de venganza. Las filas engrosaron considerablemente, y al llegar al pueblo, en bien divisan la cabeza de Manuel Padilla ya podrida y cadavérica clavada en la plaza, se desató una de las más encarnizadas y salvajes luchas de la historia de la independencia de las tierras del Sur. La sangre brotó de los cuerpos realistas cubriendo de una gruesa capa las polvorientas calles del lugar. No obstante, la amazona Azurduy estaba absorta en la tarea de hacer descender la cabeza de su marido que, para entonces, era ya casi una carabela, con las orbitas de sus ojos habitados por gusanos, al igual que sus labios carcomidos por las hormigas y los caranchos, su piel apergaminada y picoteada por los cuervos, enterrada en la pica y al lado de otra mujer, la que se supuso en un principio era la propia Juana.

En procesión fue llevada la cabeza hasta la iglesia del pueblo colocándola en el altar. Allí se le practicó sus merecidos honores, de acuerdo a su rango de jefe de la guerra altoperuana con sus heroicas hazañas y de coronel del Ejército Argentino. Los emocionantes funerales marcaron un cambio de rumbo en la vida de doña Juana. De allí en adelante, su vida pareció venirse abajo. Fue deteriorándose lentamente hasta la carta que escribió ocho años después, cuando vagaba empobrecida y deprimida por las selvas del Chaco argentino:

“A las muy honorables juntas Provinciales: Doña Juana Azurduy, coronada con el grado de Teniente Coronel por el Supremo Poder Ejecutivo Nacional, emigrada de las provincias de Charcas, me presento y digo: Que para concitar la compasión de V. H. y llamar vuestra atención sobre mi deplorable y lastimera suerte, juzgo inútil recorrer mi historia en el curso de la Revolución. Aunque animada de noble orgullo tampoco recordaré haber empuñado la espada en defensa de tan justa causa. La satisfacción de haber triunfado de los enemigos más de una vez deshecho sus victoriosas y poderosas huestes, ha saciado mi ambición y compensado con usura mis fatigas; pero no puedo omitir el suplicar a V.H. se fije en que el origen de mis males y de la miseria en que fluctúo es mi ciega adhesión al sistema patrio ( ... ) Después del fatal contraste en que perdí a mi marido y quedé sin los elementos necesarios para proseguir la guerra, renuncié a los indultos y a las generosas invitaciones con que se empeñó en atraerme el enemigo.
"Abandoné mi domicilio y me expuse a buscar mi sepulcro en país desconocido, sólo por no ser testigo de la humillación de mi patria, ya que Mis esfuerzos no podían acudir a salvarla. En este estado he pasado más de ocho años, y los más de los días sin más alimento que la esperanza de restituirme a mi país (... ). Desnuda de todo arbitrio, sin relaciones ni influjo, en esta ciudad (no hallo medio de proporcionarme los útiles y viáticos precisos para restituirme a mi casa (...) Si V.H. no se conduele de la viuda de un ciudadano que murió en servicio de la causa mejor, y de una pobre mujer, que, a pesar de su insuficiencia, trabajó con suceso en ella...” (1994:Cap.XVI).
"Echando verijas" Dibujo a lápiz (1865)
Credito: A. Durand

Desolada como estaba, Juana decide unírsele a un hombre del que ya mucho se comentaba e incluso, en vida, el mismo Manuel Padilla habría elogiado la bravía de aquel hombre, su coraje y dignidad. Así es que parte hacia el Sur encontrándose con el salteño Martín Güemes, quien la recibe con honores, admiración y respeto, asignándole, inmediatamente, una posición de mando en sus huestes gauchescas. Pasa doña Juana al lado de este gran hombre muchos años. No se conoce información sobre la posibilidad de que entre ambos hubiese surgido un romance, pero tampoco se descarta el hecho, ya que era aún Juana una hermosa hembra y era también muy bien sabida su inclinación hacia los placeres de la carne, haciendole honor a su belleza -tan mencionada- y a su voluptuosidad amazónica.

La guerrilla argentina sufrió del mismo mal que la altoperuana: el escaso apoyo por parte del ejercito regular bajeño, lo que siempre ocasionó debilitación en las filas rebeldes y una predisposición a perder las batallas por falta de cuerpos de artillería, municiones, alimento, transporte y demás necesidades para la guerra. Al caso de la guerrilla de
Martín Güemes
se debe sumar también, los celos que el Jefe gaucho producía, ocasionando los desastrosos divisionismos en los destacamentos rebeldes. Así que el gaucho guerrillero, a pesar de que venció en muchas batallas, fue finalmente derrotado en un incidente sorpresa. Ocurrió una noche sin luna en la que Güemes salió a ver que sucedía después de escuchar unos disparos, convencido de que era una trifulca sin importancia entre borrachos. Pero la situación era otra. Los realistas estaban apostados por todo alrededor y al percatarse de ello, ya era demasiado tarde. Fue herido por la espalda y como pudo montó su caballo para huir al galope. 10 días estuvo sangrando a pesar de los cuidados de su medico, y fallece por fin un 17 de junio de 1821.

Es de imaginar que Juana, al verse nuevamente sola, cae otra vez presa de una fuerte depresión. La muerte de su protector la deja, además, sin dinero y sin recursos, en la miseria total. Ubicada en Salta, como estaba, intenta regresar a su Chuquisaca natal pero le es imposible. Escribe entonces la carta anteriormente citada y su respuesta fue la que sigue:
“Salta, mayo 2 de 1825.

Habilítese a la viuda del Teniente Coronel Manuel Ascencio Padilla, con cuatro mulas pertenecientes al Estado, entregándose, por el ministerio de Hacienda, la cantidad de cincuenta pesos para los gastos de su marcha”
(1994:Cap.XVII).
Así pudo partir a su tierra, dándose cuenta en el entretanto que todas sus propiedades le habían sido confiscadas. Nadie advierte su llegada, ni es recibida con ningún tipo honores por su entrega a la causa independentista. Con su hija Luisa de once años, Juana se ve desprotegida y completamente abandonada. Algunas de esas tierras estaban en poder de su hermana Rosalía, quien, como buena dama chuquisaqueña, había llevado una vida “normal” a cargo de sus hijos y de su marido. Juana Azurduy, agotando sus ultimas fuerzas, reclama la devolución de algunos de sus bienes y sólo consigue que el gobierno boliviano le reconozca su hacienda ubicada en Cullco. La nota gubernamental dice así:
"Chuquisaca, agosto 11 de 1825.

"Autos y vistos: Constando por la sentencia de remate dada en cinco de enero de mil ochocientos diez que corre a fs. 58 del Expediente mandado agregar, que la subasta de la Hacienda de Cullcu propia de la Teniente Coronela del Ejército doña Juana Asurdui (sic) viuda del Coronel Dn. Manuel Ascencio Padilla, se vendió por el Gobierno anterior por sólo su patriotismo: declárese conforme al Superior Decreto de trece de abril del presente año de su Excelencia el Sr. General en Jefe del Ejército Libertador encargado del Mando Supremo de estas Provincias, que puede la indicada Asurdui tomar posesión de dicha Hacienda, sirviendo este Auto de suficiente despacho en forma" (1994:Cap,XVII).
Hundida en la miseria, sin posibilidad de conseguir algún trabajo para su supervivencia y la de su hija, Juana se ve obligada a vender la hacienda de Cullco para trasladarse a una humilde casa. Muchas de las personas que ahora estaban en el gobierno y que habían luchado en las guerras independentistas eran de dudosa reputación; nunca entregadas en cuerpo y alma a la causa justa en la que ellos si creyeron, y con cierta participación en el bando realista, como lo fue el mariscal Santa Cruz, hoy héroe nacional de Bolivia.

Cuenta Pacho O´Donnell en el libro, Juana Azurduy, la Teniente Coronela, que: “Uno de los pocos momentos de felicidad fue aquel en que sorpresivamente Simón Bolívar, acompañado de Sucre, el caudillo Lanza y otros, se presentó en su humilde vivienda para expresarle su reconocimiento y homenaje a tan gran luchadora. El general venezolano la colmó de elogios en presencia de los demás, y dícese que le manifestó que la nueva república no debería llevar su propio apellido sino el de Padilla, y le concedió una pensión mensual de 60 pesos que luego Sucre aumentó a 100, respondiendo a la solicitud de la caudilla:

"Sólo el sagrado amor a la patria me ha hecho soportable la pérdida de un marido sobre cuya tumba había jurado vengar su muerte y seguir su ejemplo; mas el cielo que señala ya el término de los tiranos, mediante la invencible espada de V.E. quiso regresase a mi casa donde he encontrado disipados mis intereses y agotados todos los medios que pudieran proporcionar mi subsistencia; en fin rodeada de una numerosa familia y de una tierna hija que no tiene más patrimonio que mis lágrimas; ellas son las que ahora me revisten de una gran confianza para presentar a V.E. la funesta lámina de mis desgracias, para que teniéndolas en consideración se digne ordenar el goce de la viudedad de mi finado marido el sueldo que por mi propia graduación puede corresponderme" (1994:Cap.XIX)

Esta insuficiente pensión de 100 pesos, sólo fue pagada puntualmente durante dos años. Y doña Juana Azurduy queda completamente sola, cuando su hija Luisa contrae matrimonio con Pedro Poveda Zuleta y se va lejos de casa.

Vivió Juana en realidad mucho más tiempo del que ella hubiera deseado. Muere casi a los 82 años, el 25 de mayo de 1862, miserable y olvidada, esperando ansiosa a la muerte en su banco de paja, la cual, según las indígenas que la cuidaban, parecía no llegar nunca.

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